A
EJEMPLO DE LA
SAGRADA FAMILIA
No todos comprenden a cabalidad el significado del vocablo humildad. Piensan que ser humilde es sinónimo de apocamiento o humillación. “Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado” (Romanos 12:3)
Por consiguiente, humildad significa reconocer fortalezas, pero también debilidades, es decir, conocer cualidades y limitaciones propias de nuestra naturaleza caída. Jactarse de nuestros talentos, es orgullo, porque, ¿qué tenemos que no hayamos recibido de Dios?.
Recordemos: “El hombre prudente oculta su
conocimiento, pero el corazón de los necios proclama su necedad.” (Proverbios
12:23). Humildad incluye no “inflarse” ante los demás por las cualidades
que tenemos. Es tontería gritar: ¡Soy el
mejor por este o aquel logro!. El humilde hace lo que debe o necesita hacer y –
si le preguntan – entonces revela sus talentos. Tomemos a la Sagrada Familia
como modelo:
Jesús, en su Encarnación “se anonadó a Sí
mismo, como dice san Pablo, tomando la forma de esclavo” (Fil 2,7); quiso nacer
en un establo, someterse a las debilidades y servidumbres de la infancia y se
redujo a mil otros abajamientos. El Rey del universo, por quien todo fue
creado, nació en la pobreza y se hizo dependiente, necesitado de amor.
María da testimonio de humildad al
visitar y ayudar a su anciana prima Isabel, enseñando que nuestra vida
cristiana debe ser una constante visitación a enfermos, presos…es decir, una
constante donación – don en la acción- y entrega humilde por amor a Dios. Solo
quien es humilde sirve. El arrogante, se hace servir.
José, era un hombre justo que aceptó por
obediencia y humildad la disposición divina de encargarse del Hijo de María, no
siendo el Niño, su hijo biológico. José nos enseña prudencia y silencio en una
situación que no entiende. Un soberbio jamás aceptaría un caso semejante al de
José.
Lección sobre la humildad. Y comenzó a referir una parábola a los invitados,
cuando advirtió cómo escogían los lugares de honor a
la mesa, diciéndoles: Cuando seas invitado por alguno a
un banquete de bodas, no tomes el lugar de
honor, no sea que él haya invitado a otro más distinguido que tú, y viniendo el que te invitó a ti y a él, te diga: “Dale el lugar a éste; y entonces, avergonzado,
tengas que irte al último lugar.
Más
bien, cuando te inviten, siéntate en el último lugar, para que cuando venga el
que te invitó, te diga: “Amigo, pasa más adelante a un lugar mejor.” Así
recibirás honor en presencia de todos los demás invitados. Todo el que a sí
mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
(Lc. 14, 7-11).
El hecho de que seas un invitado de honor
NO autoriza a pavonearte. En otras palabras, puedes ser una persona sumamente
rica y famosa – pero eso no te da derecho a ir a los medios publicitarios
diciendo que “soy el mejor del mundo”. Eso es sencillamente “poseer elevada
dosis de estupidez”. El honor se gana, No se compra.
El vanidoso exagera sus
logros personales. Si lleva su vanidad al extremo cae en una patética
imbecilidad. El orgulloso puede tener una justa apreciación de sus talentos.
Pero su error está en creer que el mérito es único y exclusivamente suyo. No acepta
haber sido ayudado por otros y que, sin ellos, no hubiese llegado a estar donde
está.
Orgullo, es el amor desordenado
a la propia excelencia. El máximo grado del orgulloso es
considerar que no le debe nada ni necesita de nadie, ni siquiera a Dios. La soberbia es el más grave pecado, como actitud
y manera de ser.
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