sábado, 18 de marzo de 2017

LAS «4 PES»

                                              PESADAS  CADENAS… (FIN)

EL  PECADO. ¿Quién sabe qué es el pecado? El P. Raniero Cantalamessa enseña que al menos una cosa podemos afirmar con seguridad: Que solamente la revelación divina sabe en verdad qué es el pecado, no el hombre, ni tampoco ninguna ética o filosofía humana. Nadie puede decir por sí mismo qué es el pecado, por el simple hecho de que él mismo está en pecado.

El filósofo Soren Kierkegaard afirma: «Tener una idea débil del pecado forma parte de nuestro ser de pecadores» 
   
El malvado escucha en su interior la voz del pecado porque se hace la ilusión de que su culpa no será descubierta ni aborrecida (Salmo 36, 2-3). El mundo actual ha perdido el sentido del pecado  y ya no acepta la  invitación de la iglesia. Ya no existe el pecado…eso es cosa antigua escuchamos decir a mucha gente.

Ello prueba de que en realidad no tenemos noción de lo que es pecado, pues si tuviéramos, concebiríamos un «saludable terror» frente al enorme peligro que representa para nosotros, no tan sólo el pecado, sino la simple posibilidad de pecar. Ese terror, ese espanto se convertiría, entonces, en el mejor aliado en la lucha contra el pecado. «Temblad, no pequéis» - Salmo 4, 5 - o sea, temblad y no pecaréis, ¡temblad para no pecar! ¡Vosotros aún no habéis resistido hasta la sangre en vuestra lucha contra el pecado! (Heb 12,4)

La negativa de reconocer a Dios es pecado. Desde siempre, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para quien reflexiona sobre la naturaleza y grandeza de las obras del Todopoderoso.

¿En qué consiste la impiedad? San Pablo lo explica diciendo que: la impiedad consiste en la negativa de glorificar  y dar gracias a Dios. En otras palabras, en la negativa de reconocer a Dios como Dios, en no tributarle la consideración que se le debe. Consiste en «ignorar» a Dios, donde ignorar no significa no saber que existe, cuanto hacer como si no existiera, es decir, vivir de espaldas a Dios, rechazándolo.

Esta negativa se evidencia en la idolatría, en el que se adora a la criatura en lugar del Creador. La idolatría fabrica dioses quienes deciden por Dios. Las partes se invierten: El hombre se convierte en el «alfarero» y Dios en el «barro» A los “dioses”, plata, prestigio, placer y poder mal utilizados no constituyen sino «torrente de perdición».

«En efecto, los hombres serán egoístas, amantes del dinero, farsantes, orgullosos, chismosos, rebeldes con sus padres, ingratos, sin respeto a la religión. No tendrán cariño ni sabrán perdonar; serán calumniadores, desenfrenados, crueles, enemigos del bien, traidores, sinvergüenzas, llenos de orgullo, más amigos de los placeres que de Dios. Ostentarán apariencias de piedad, pero rechazarán sus exigencias. Evita a esa gente» (2ª  Tim. 3, 2-5).

San Pablo ha identificado la raíz del pecado en la irreligiosidad que él denomina, en terminología bíblica, impiedad.  De ahí surge la palabra impío. Un sofisticado y modernísimo pecado actual es: La salvación consiste en la autorrealización; a los sueños y horóscopos se los reconoce mayor importancia y verdad que a la palabra de Dios, que a las doctrinas de la Iglesia, al buen sentido y a la experiencia de los siglos. «Mente positiva, todo lo que vos pensás y deseás, lo podés tener con la fuerza de tu mente, vos sos la solución de todos tus problemas, no necesitas de nadie…

Porque la cura y felicidad total es posible, pero sin Dios Trino y Uno. La doctrina de la Nueva Era dice: !todo es Dios y Dios es todo!,  y por lo tanto…«ñandé aveí jaikó  ñandejara ramo»

Otro tipo de impiedad que nos arrastra es la supresión de la distinción del bien y del mal. Hoy se alargan peligrosamente los límites: el límite de lo divino hacia abajo y el límite de lo demoníaco hacia arriba, hasta acercarlos entre sí, superponiéndolos. Y así vemos en este mal, sólo como «otra faceta nomás de la realidad», y al demonio se lo ve como una «sombra de Dios» simplemente.

 «Zonceraiterei niko», como diría un oscuro personaje de nuestra fauna nacional, pero de triste fama. Lamentablemente, muchos llamados cristianos y no cristianos, prefieren ser sofistas de la palabra que discípulos de la verdad. No están fundamentados en la única roca, sino en la arena. (cfr. La vida en el señorío de Jesús, p 46).

Hoy ya se habla, aunque «mbegué mí gueterí» del derecho del pedófilo. Con esta monstruosidad que va cobrando fuerza, gracias a los que defienden la libertad sin límites…¿cuánto tiempo llevará escuchar reclamar sobre el «derecho del zoófilo»?  ¡El mal inunda el planeta!

Pero recordemos estas palabras que parecen ser pronunciadas hoy mismo:  «Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal; que tienen a las tinieblas por luz y la luz por tinieblas» (Isaías 5,20)   
    
¿Qué se enseña en nuestras escuelas y universidades? ¿Qué se encubre con el prestigio que goza hoy la palabra «ciencia»? ¡Bienvenida sea la ciencia que está al servicio del hombre y lo ayuda a progresar! Educar, enseñar no es mera transmisión de contenidos solamente, sino de valores y de actitudes ante la vida, al decir del P. Joaquín Medina (Claustro de Profesores UCAP 23.06.05). Pero la ciencia en sí misma no es el problema ni es lo más grave. Hay en ella mucha presunción y, a menudo, demasiada ignorancia de la verdadera y auténtica experiencia de la fe.

Así las cosas, la razón se adormece y de aquí en adelante ya sólo se vive de lo que se apetece, de lo que «quiero y deseo»  y no importa si es lícito o no, como si no existiese diferencia alguna, total, siempre habrá un «letradito» que se encargará, mediante la manipulación de enclenques leyes y elevada dosis de «pokaré», del profesional socioité, compadre, correlí, amante, etc, que nos «absuelvan» de los delitos cometidos. «Hace falta que el derecho sea más humano y menos romano».

Llegado a este punto el «homo» se jacta del mal (¿cuántas veces no hemos escuchado a alguien alardear de algún mal?) y encuentra la manera de conseguir gloria y aplausos de ello, haciéndolo pasar como sinceridad la hipocresía, sin darse cuenta que hay aún algo más grave que la hipocresía, y es la insistencia, empeño y terquedad «en» y «por» el pecado.


Al dar la espalda a Dios, se abre la puerta de la «habituación del pecado» y a la «libertad de pecar». Es urgente y necesario temer como una tragedia la impermeabilización o clorofomización  de la conciencia

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