¡Triunfo del Señor Jesús!
Con su resurrección, Jesucristo venció a
tres enemigos: la muerte, el mundo, el demonio y el pecado. El primer enemigo
al que venció y destruyó para siempre es la muerte.
1. El hombre al
nacer ya está condenado a morir, a causa
del pecado heredado desde la desobediencia edénica. “Con el sudor de tu frente
ganarás el pan de cada día”, es la sentencia, “hasta que vuelvas al polvo,
porque polvo eres…” (Gen, 3-19). Esta es la ley para todos los nacidos de
mujer. Excepto Jesús.
A Él la ley de la muerte no le obliga, porque es Inmaculado. Pero murió porque quiso
y cuando quiso, en orden a un propósito, incomprensible para la mente humana:
pagar todas nuestras abundantes faltas. Y tal como lo predijo, resucitó
victorioso al tercer día.
2. Triunfó sobre
el mundo, otro enemigo del hombre.
Desde muy pequeño, Jesús ya soportó persecución por parte de los poderosos de
la tierra. Tuvo que huir de Herodes, a Egipto, para conservar su vida. Conoció
el exilio por siete años; volvió a Galilea, al morir el tirano.
Y como es sabido, durante veinte y tres
años, sin que nadie se preocupase de él, se entregó al humilde y duro trabajo
de carpintero, antes de emprender la misión que le fuera encomendada por el
Padre: enseñar las Buena Nueva.
Entonces, se acabó la tranquilidad y
volvió a ser perseguido, calumniado, despreciado y ofendido por el “mundo”, por
los perversos, envidiosos y miserables que comenzaron a maquinar su muerte, como
lo habían hecho con los profetas. Con su resurrección, venció al mundo.
3. Triunfó sobre
el demonio y el pecado. No hay dudas
que el más grande y astuto enemigo es el demonio, culpable de la desgracia humana.
Cualquier mortal conoce por experiencias las estrategias (tentaciones, concupiscencia,
mentira, robo, adulterio, vicios y todo tipo de crímenes) del diablo
para alejar al hombre de Dios.
La idolatría, por ejemplo, es uno de los
grandes logros de Satán, pues cualquier culto a “otros dioses”, es abominable a
los ojos del Dios verdadero. Estas falsas divinidades, compiten por
destruir al hombre, el placer sin
medidas, el sexo sin medida, el desaforado afán de dinero, la angurria del
poder, etc., etc.
Por el pecado se cerraron las puertas
del cielo, de modo que nadie podría acceder a la gloria de Dios, y se abrieron
de par en par las puertas del infierno. Felizmente, a resurrección del Señor
Jesús, resulto lujosa victoria.
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