He Aquí al Hombre…
Mientras torturaban a Jesús con las
trágicas escenas de la Coronación de espinas, allá en la plaza la turba de
judíos no cesaba de aullar como jauría de perros rabiosos. Pilato mandó traer
al divino Reo, y cuando lo vio, invadióle un profundo horror. Tuvo miedo,
gritaba su conciencia contra él, por haber injustamente sometido a tormentos
dolorosísimo al Galileo, cuya inocencia, repetidas veces, había reconocido.
El cuerpo de
Jesús sembrado de llagas sangrantes, no tenía parte sana. Sus gemidos, sus
ansias, sus dolores le habían causado inmensa postración. La fiebre lo
atenazaba, el frío le hacía tiritar, y las fuerzas que le abandonaban, lo convertían
en un ser inerte, despedazado por los golpes, una esponja ensangrentada…. temblaba.
Pilato pensó
así: “Este hombre provoca pena que los
escribas, fariseos y pueblo en general, cesarán de pedir su muerte. Está acabado, es herido y no es capaz de
herir; es despreciado y no da importancia; es acusado y no se defiende; es azotado
y sufre, aun gimiendo de dolor; le hacen mal y Él, a todo quiere hacer bien”.
Se equivocó.
Pilato sacó a
Jesús a la azotea y presentó a la muchedumbre diciendo: ¡Ecce Homo! ¡He aquí al hombre! Pero al verlo en aquel deplorable
estado, los judíos gritaron con rabia, vociferando, contorsionándose
violentamente, una y otra vez: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!
Al escuchar
esto, Pilato dijo, “crucifíquenle
ustedes, yo no hallo culpa alguna en este hombre” (Jn, 19, 6). Cuando los
judíos se dieron cuenta que Pilato vacilaba y buscaba una ocasión para liberar
a Jesús, gritaron: “Si sueltas a éste, no
eres amigo del César, porque todo aquel que se hace rey, contradice al César”
(Jn 19, 7-12)
Pilato tuvo miedo. Prefirió su cobardía antes
que salvar al inocente. Prefirió perder la amistad de Dios, antes que la del
Emperador. ¡Oh Pilato!, juez injusto, cobarde y corrupto, condenaste la verdad,
matando al Inocente y te vendiste al crimen, liberando a Barrabás ¿Cuántos
Pilato tenemos hoy, aquí y allá, por izquierda y por derecha?
Pidió entonces
Pilato el aguamanil y delante de todo el pueblo se lavó las manos diciendo: “Inocente
soy yo de la sangre de este Justo”, y el pueblo
respondió: “Que su sangre caiga sobre nosotros y
sobre nuestros hijos” (Mt, 27, 24-25).
Y así fue, el
pueblo judío sigue odiado por los demás pueblos, errante, dispersado entre las
naciones, hasta que reconozcan que Jesús es el Señor. (cfr. La Sacrosanta
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo – Gregorio Martínez Cabello - p.153)
Yo pido hoy, que
tu Sangre caiga sobre mí con inmenso amor, que sirva para mi santificación y
salvación. Que caiga sobre mí tu sangre, para que me limpie de la lepra de mis
pecados y me revista con el ropaje de todas las virtudes (p, 153)
No sea yo reo de
aquel pasaje bíblico que dice: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los
profetas y apedreas a los que te son enviados… (Lc. 13, 34-35). Jesús mío,
concédeme el deseo de reinar en mi corazón, en mi mente y en mi alma, que
practique y defienda tu doctrina en todo momento. Que te constituya Dueño y
Señor absoluto de todo lo que soy, valgo y tengo o pueda tener. ¡Amén!
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