Aquel profesor de Ética responde: Mentir es “decir lo contrario de lo que se sabe, cree
o piensa”. Engañar es “intentar” o “inducir” al otro tener por cierto lo que
no lo es. Se observa una sutil diferencia en el ejemplo:
Un niño puede negar a su mamá que se
había comido el dulce, luego, miente….pero no engaña, porque residuos en la comisura de sus labios
y en el pecho, lo delatan.
Vivimos en
comunidad, con los otros, en casa, en la calle, en el trabajo, en el autobús, en
la escuela, en un parque o jugando un partido de fútbol…donde debiera existir
entre nosotros confianza mutua. Porque pensamos que hay respeto, honestidad,
acogida…sin engaños.
Luego, una sociedad
existe sólo cuando esta edificada sobre irrenunciables principios y valores.
Uno de ellos es el de la confianza mutua.
El Catecismo de la Iglesia Católica (2482) recoge la famosa definición de san
Agustín sobre la mentira: “La mentira consiste en decir falsedad con
intención de engañar”
Además, explica que la mentira perjudica enormemente a
la sociedad, por dañar la confianza entre los hombres: “La
mentira, por ser violación de la virtud de la veracidad, es violencia contra los otros.
Contiene el germen de la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza y rompe el tejido de las relaciones sociales” (2486).
Hay casos en que, por caridad, la verdad no se dice. Pero ¿esto justifica mentir? Quien miente debe tener una buena memoria, para cubrir la primera “piadosa mentirita”, y luego tendrá que inventar una tercera para cubrir una segunda, para cubrir la segunda y luego otras y otras…
Las mentirillas cada vez se tornan más
complicadas, corriendo el riesgo no sólo de que te pillen, sino de hacer de tu propia vida un auténtico infierno que provocará desasosiego y estrés.
¿Vale
la pena?
Los cristianos sabemos
que Cristo, dijo: “Que tu Sí sea sí y tu No, sea no. Somos
llamados a vivir en la verdad que nos hace libres (Jn 8,32). Esa verdad
que es Cristo mismo y nos manifiesta con amor.
La confianza y toda la vida social están gravemente heridas por culpa de la mentira. Mentir significa engaño, traición, injusticia, porque uno quiere “usar” la buena fe de otros para evitar un disgusto o para alcanzar algún beneficio a costa de los demás.
La mentira hiere profundamente la confianza
entre los hombres. ¿Cómo eliminar esa tentación que
nos lleva a engañar, a manipular las palabras para conseguir una “victoria”
(más dinero, un ascenso laboral), para desahogar la sed de venganza, para herir
por la espalda a nuestro prójimo?
Hay que hacer un
“py-á
ñemongueta”, una auditoría moral de nuestros valores, para descubrir
cuál es la raíz de la mentira: el amor desordenado a uno mismo lleva al
desprecio a Dios y al hermano.
Dicen que la
mentira nace del interior, por ambición corrosiva, por odio, envidia, sed de
venganza. Otras veces por un falso sentido de conservación: por no ja je pillá en un pecado... para
evitar un castigo o para no perder la “buena imagen” que otros tengan de
nosotros.
Los mentirosos necesitamos arrodillarnos humildemente ante Dios para reconocer con sinceridad nuestros pecados. Pedir fuerzas, y reparar culpas: suplicar perdón a quienes mentimos y engañamos y sanar al prójimo a quien hemos herido.
Esta Cuaresma es propicia para
reconciliarnos con el todopoderoso, el Amigo y Redentor que nunca falla.