¿AUNQUE
SEA CULPABLE?
Si soy culpable de violar a una menor y luego asesinarla, pero me declaro no culpable, algún inocente pagará por mí. Entonces, ¿Qué justicia es esa? ¿Cómo es posible asimilar esta barbarie? ¿No será esta una de las causas de corrupción, hipocresía y demás crímenes siempre impunes?
San Doroteo de
Gaza propone lo que justo es: El que se acusa a sí mismo acepta con alegría
toda clase de molestias, daños, ultrajes, ignominias y otra aflicción
cualquiera que haya de soportar, pues se considera merecedor de todo ello, y en
modo alguno pierde la paz. Nada hay más apacible que un hombre de ese temple.
Pero quizá
alguien me objetará: “Si un hermano me aflige y yo, examinándome a mí mismo, no
encuentro que le haya dado ocasión alguna, ¿por qué tengo que acusarme?” En
realidad, el que se examina con diligencia y con temor de Dios nunca se hallará
del todo inocente, y se dará cuenta de que ha dado alguna ocasión, ya sea de
obra, de palabra o con el pensamiento.
Y, si en nada de
esto se halla culpable, seguro que en otro tiempo habrá sido motivo de
aflicción para aquel hermano, por la misma o diferente causa; o quizá habrá
causado molestia a algún otro hermano. Por esto sufre ahora en justa
compensación, o también por otros pecados que haya podido cometer en muchas otras
ocasiones.
Otro preguntará
por qué deba acusarse si, estando sentado con toda paz y tranquilidad, viene un
hermano y lo molesta con alguna palabra desagradable o ignominiosa, y
sintiéndose incapaz de aguantarla, cree que tiene razón en alterarse y enfadarse
con su hermano; porque, si éste no hubiese venido a molestarlo, él no hubiera
pecado.
Este modo de
pensar es, en verdad, ridículo y carente de toda razón. En efecto, no es
que al decirle aquella palabra ha ya puesto en él la pasión de la ira, sino que
más bien, ha puesto al descubierto la pasión de que se hallaba aquejado; con
ello le ha proporcionado ocasión de enmendarse, si quiere. Éste tal es
semejante a un trigo nítido y brillante que, al ser roto, pone al descubierto
la suciedad que contenía.
Así también el
que está sentado en paz y tranquilidad, según cree, esconde, sin embargo, en su
interior una pasión que él no ve. Viene el hermano, le dice alguna palabra
molesta y, al momento, aquél echa afuera todo el pus y la suciedad
escondidos en su interior.
Por lo cual, si
quiere alcanzar misericordia, mire de enmendarse, purifíquese, procure
perfeccionarse, y verá que, más que atribuirle una injuria, lo que tenía que
haber hecho era dar gracias a aquel hermano, ya que le ha sido motivo de tan
gran provecho.
Y, en lo
sucesivo, estas pruebas no le causarán tanta aflicción, sino que, cuanto más se
vaya perfeccionando, más leve le parecerá. Pues el alma, cuanto más avanza en
la perfección, tanto más fuerte y valerosa se vuelve en orden a soportar las
penalidades que le puedan sobrevenir.
El imputado y el
procesado nunca están obligados a declarar; menos a decir lo que saben, ya que
justamente su situación es de aquellas en las que aparecen comprometidos,
directa o indirectamente, con la ejecución de un delito. De esta manera, no hay
ni puede haber, en relación a ellos, deber de declarar lo que saben.
Muchos juristas
confunden el derecho a no declarar, que la ley amplía a personas próximas al
acusado, con el derecho a mentir. La mentira es un acto moral. Su ámbito es
social y cada sociedad valora la mentira según sus parámetros éticos en cuanto
a sus relaciones personales de convivencia.
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