sábado, 8 de agosto de 2015

INFIDELIDAD-MENTIRA-ADULTERIO (II)

¡PERVERSO  TRIDUO!

El predicador o charlista, (servidor en el ministerio de la palabra) debe reunir ciertos requisitos mínimos para trabajar en el campo de Dios. Ello, porque no trabaja por cuenta propia. Si nos consideran luz en la calle y oscuridad en la casa y si caemos en la cuenta de que así somos, debemos revisar con urgencia nuestra conducta como persona, como cristiano, como esposo, madre, padre, hijo, empleado, etc.

Si un sincero examen de conciencia nos dice que no reunimos los requisitos para predicar, porque somos débiles, inmaduros, hipócritas, adúlteros y egoístas, debemos tener el coraje de dar un paso al costado, ordenar nuestra vida primero, y luego emprender la dura batalla tras las huellas del Maestro.

Sobra decir que el amor de Dios supera todas nuestras iniquidades e inmundicias porque nos ama con infinita misericordia. Pero hemos de cuidar que no nos griten, con sobrada razón, que somos incoherentes y falsarios. Debemos evitar escándalos y no motivar la caída de nuestros hermanos. Mientras no nos redimimos no deberíamos aceptar ninguna invitación para predicar.

Por otra parte, aunque nadie nos crea, podemos llevar una vida consagrada íntegramente a Dios, a pesar de nuestras limitaciones humanas. No hemos de esperar volvernos inmaculados primero para hablar, porque de ser así, nunca abriremos la boca. Pero una cosa es caer en pecado y otra muy distinta es, vivir en estado de pecado.

Podemos ser – por ejemplo - un insuperable kangueró, de agriado malhumor entre otras “lindezas” propias de nuestra naturaleza caída. Es algo contra lo que hemos de luchar dura y diariamente. Pero lo que no debemos hacer es, mostrarnos como lindas pantallas, pura apariencia, sabiéndonos sepulcros blanqueados en cuyo interior solamente hay un montón de carne podrida y huesos inmundos.

Y a pesar de todo, en algún momento podemos sentir una especie de obsesión santa, un celo santo por el Servicio a Dios que no viene de nuestra naturaleza humana sino de la presencia constante e inmerecida del Espíritu Santo en nuestro interior y que nos invita a darnos totalmente al Señor. Porque sucede lo que dice san Pablo a los romanos:

Y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino hago lo que aborrezco. Pero si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo que la ley es buena y que no soy yo quien lo hace, sino el pecado que actúa en mí. Y yo sed bien que n o hay cosa buena en mí, en lo que respecta a mis apetitos desordenados” (Romanos 7, 15-18)

Esta lectura nos hace comprender que la competencia en el ministerio no proviene de nuestra naturaleza humana, sino del Espíritu Santo quien nos capacita con su poder. Ese mismo Espíritu que obró en los apóstoles, es el mismo que mora en nuestro interior; es el mismo que está a nuestra disposición para producir cambios profundos y radicales en nuestras vidas.

Así las cosas, ¿por qué no abrimos nuestras vidas preparando el terreno para que el poder de Cristo nos transforme y a partir de ahí, depender total y exclusivamente de Él, tal como lo hizo David luego de su colosal pecado de adulterio, mentira y homicidio?

Quien escribe este artículo, ha pasado por esa experiencia de “feliz culpa” - al decir de san Agustín –, porque me ha traído la salvación. Es oportuno enfatizar aquí y ahora, que no soy lo que anhelo ser, pero y por gracia divina, tampoco soy lo que era. Por ello y por mucho más…¡Bendito sea Dios

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