¡PERVERSO TRIDUO!
El predicador o charlista, (servidor en
el ministerio de la palabra) debe reunir ciertos requisitos mínimos para
trabajar en el campo de Dios. Ello, porque no trabaja por cuenta propia. Si nos consideran
luz en la calle y oscuridad en la casa y si caemos en la cuenta de que así
somos, debemos revisar con urgencia nuestra conducta como persona, como
cristiano, como esposo, madre, padre, hijo, empleado, etc.
Si un sincero examen de conciencia nos dice
que no reunimos los requisitos para predicar, porque somos débiles, inmaduros,
hipócritas, adúlteros y egoístas, debemos tener el coraje de dar un paso al
costado, ordenar nuestra vida primero, y luego emprender la dura batalla tras
las huellas del Maestro.
Sobra decir que el amor de Dios supera
todas nuestras iniquidades e inmundicias porque nos ama con infinita
misericordia. Pero hemos de cuidar que no nos griten, con sobrada razón, que
somos incoherentes y falsarios. Debemos evitar escándalos y no motivar la caída
de nuestros hermanos. Mientras no nos redimimos no deberíamos aceptar ninguna
invitación para predicar.
Por otra parte, aunque nadie nos crea,
podemos llevar una vida consagrada íntegramente a Dios, a pesar de nuestras
limitaciones humanas. No hemos de esperar volvernos inmaculados primero para
hablar, porque de ser así, nunca abriremos la boca. Pero una cosa es caer en
pecado y otra muy distinta es, vivir en estado de pecado.
Podemos ser – por ejemplo - un
insuperable kangueró, de agriado malhumor entre otras “lindezas” propias de
nuestra naturaleza caída. Es algo contra lo que hemos de luchar dura y
diariamente. Pero lo que no debemos hacer es, mostrarnos como lindas pantallas,
pura apariencia, sabiéndonos sepulcros blanqueados en cuyo interior solamente
hay un montón de carne podrida y huesos inmundos.
Y a pesar de todo, en algún momento podemos
sentir una especie de obsesión santa, un celo santo por el Servicio a Dios que
no viene de nuestra naturaleza humana sino de la presencia constante e
inmerecida del Espíritu Santo en nuestro interior y que nos invita a darnos
totalmente al Señor. Porque sucede lo que dice san Pablo a los romanos:
“Y
no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino hago lo
que aborrezco. Pero si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo que la ley es
buena y que no soy yo quien lo hace, sino el pecado que actúa en mí. Y yo sed
bien que n o hay cosa buena en mí, en lo que respecta a mis apetitos
desordenados” (Romanos 7, 15-18)
Esta lectura nos hace comprender que la
competencia en el ministerio no proviene de nuestra naturaleza humana, sino del
Espíritu Santo quien nos capacita con su poder. Ese mismo Espíritu que
obró en los apóstoles, es el mismo que
mora en nuestro interior; es el mismo que está a nuestra disposición para
producir cambios profundos y radicales en nuestras vidas.
Así las cosas, ¿por qué no abrimos
nuestras vidas preparando el terreno para que el poder de Cristo nos transforme
y a partir de ahí, depender total y exclusivamente de Él, tal como lo hizo
David luego de su colosal pecado de adulterio, mentira y homicidio?
Quien escribe este
artículo, ha pasado por esa experiencia de “feliz culpa” - al decir de san
Agustín –, porque me ha traído la salvación. Es oportuno enfatizar aquí y
ahora, que no soy lo que anhelo ser, pero y por gracia divina, tampoco soy lo
que era. Por ello y por mucho más…¡Bendito sea Dios!
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