El
conocido refrán popular “Haz el bien sin mirar a quién”, significa que para hacer
lo que se debe, no se necesita de permisos ni aplausos para obrar bien, porque
“hacer el bien sin mirar a quién”, supone un acto
desinteresado.
¿Por qué cuesta hacer el bien? Las causas pueden: “No me interesa…estoy aburrido-kaigue…no tengo nada que ver…no es mi problema…a mí nadie me ayuda, etc.”
Pero, hay que recordar las obras de misericordia, aprendidas en la catequesis: *Dar buen consejo al que lo necesita *Enseñar al que no sabe *Corregir al que falla *Perdonar a quien nos ofende *Sufrir con paciencia los defectos del prójimo *Consolar al triste, etc.
Quizá
el hecho de que a muchos nos gusta hacer notar las fallas en los demás, sea
motivo para que cuando alguien marca nuestros errores, no lo aceptemos. Porque,
aceptar ser corregido fraternalmente, supone nobleza y humildad.
Por eso, divulgo un consejo recibido hoy: “Un niño jugaba en la plaza y de pronto ve a un joven soldado que muy deprimido gemía. El niño se le acercó y le dijo: ¿qué te pasa? Al ver que alguien que se interesa por él, el joven se abrió, contándole sus penas.
El niño lo tomó de la mano, y juntos cruzaron la plaza, fueron hasta la
parte de atrás de la Casa Blanca; entraron y todos los guardias, simplemente se
quedaron firmes.
Llegaron al salón, donde estaba reunido el presidente. El niño abrió la puerta y paró la reunión. El presidente preguntó: ¿Qué deseas hijo? El niño dijo, papá, este joven necesita hablar contigo. El hijo llevó al joven ante su papá, y éste ayudó al joven”….
Lo mismo hace Cristo con los que se acercan a Él, le rinde su vida, le confía sus dilemas, nos lleva al Padre, para recibir la salvación…Hace 2000 años vino al mundo, pagó muy caro, derramando su sangre inocente y derribó obstáculos y nos dio acceso al Padre. Si captamos el corazón de Dios e imitamos su amor, la humanidad será muy diferente”.
Por eso, en vez de juzgar, tengamos misericordia, en vez de condenar, perdonemos, que no haya cabida para el odio, el rencor o la maldad. Porque, en este mundo, dónde la carne y el pecado gobiernan, la envidia y codicia actúa de modo depravado.
Solo hay un modo de sanar el corazón, dando nuestras vidas a Dios, quien nos creó a su imagen y semejanza, aunque por el pecado, perdimos esa condición. Pero, hay esperanza. Cristo tiene el poder de mutar vidas, a través del divino Espíritu Santo.
Esta es una decisión personal que cada uno debe tomar, aferrarse a las promesas y a la salvación que está al alcance de todos, solo a un paso de fe y obediencia.
Porque, Aquel que no se puede contener en el universo por su Poder y su Gloria; ¡El Señor Jesús!, y pudiendo condenar, decidió perdonar, aun estando en situación de atroz dolor. Y todo lo hizo por amor.
Creamos o no, el Señor nos pedirá cuentas del mal que hicimos o del bien que no hicimos a los otros. Y más vale que no tengamos que oír la terrible sentencia: “… y no que seas arrojado al infierno, donde los gusanos no mueren y el fuego no se apaga” (Mc 9:47-48)
Así, la calidad de nuestro vivir radica en las decisiones que tomamos en cada momento. Luego, es necesario cultivar la mente, fortalecer la voluntad, para disciplinar la conducta.
Con razón alguien dijo: “Si Dios no pasa por la aduana de nuestra vida, no tiene cabida en el territorio humano”.
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