¡No me conviertan en imbécil soberbio!
“El aplauso expresa aprobación mediante palmadas. Es modo de comunicación no verbal de masas; cuanto más ruidoso y prolongado es el aplauso, el “Jepopete Puku”, es signo de mayor aprobación; un elogio o halago”…dicen los que saben.
No es necesario ser expertos para notar que a todos nos sienta bien los halagos. Pero, sabemos que aceptar elogios no es tan fácil…porque reclama gran porción de humildad, para no caer en la arrogancia, al recibir una “caricia emocional”.
Ya decía aquel maestro: “el éxito envanece a quien no está preparado para aceptarlo”. Rabindranath Tagore, poeta, filósofo y Premio Nobel de Literatura lo señala con finura: “Me avergüenza la alabanza porque me satisface en secreto”.
Así, con acierto Jenny Moix Queraltó escribe: “Rehusamos los elogios cuando creemos que no somos dignos de ellos. A veces, rechazar un piropo es una maniobra inconsciente de nuestro ego. “No, no es cierto”, decimos, deseando que nos lo repitan y lo agranden...
Tal como sugiere François de la Rochefoucauld, “rechazar una alabanza es desearla el doble”. En otras ocasiones no reaccionamos nosotros, sino nuestro cuerpo. Enrojecemos y hundimos la cabeza como si nos quisiéramos fundir en el ambiente”.
Teresa de Calcuta llamó a la humildad “la madre de todas las virtudes” expresó: “Si eres humilde, nada te tocará, ni elogios ni vergüenzas, porque sabes lo que eres. Si te culpan, no te desanimarás. Si te llaman santo no te pondrás en un pedestal”.
Así, elaboró una lista para cultivar la
humildad en el día a día y acercarnos más a Cristo: "Habla
lo menos posible sobre ti. Mantente ocupado en tus propios asuntos y no con los
de los demás. Evita la curiosidad (querer saber cosas que no deberían
preocuparte).
No te metas en los asuntos de los demás. Acepta pequeñas irritaciones con buen
humor. No te detengas en las faltas de los otros. Acepta censuras incluso si no
son merecidas. Acepta
insultos y heridas. Acepta el desprecio, ser olvidado y desatendido.
Se cortés y delicado incluso cuando seas provocado por alguien. No busques ser admirado y amado. No te protejas detrás de tu propia dignidad. Cede, en discusiones, incluso cuando tengas razón. Elige siempre la tarea más difícil”.
Algo que marca al soberbio arrogante: Hambre de admiración de los demás. La vanidad se nutre de elogios. Así, esta gente siempre intenta sacar a relucir sus
éxitos, reales o no. Por eso, rechazan a las personas que no caen rendidas a
sus pies.
La arrogancia es
“comadre” del egocentrismo, el “chente se”. Por eso, el tema favorito
de la gente orgullosa es, “mi ego”. Claro está que esta gente carece de empatía,
sus relaciones interpersonales van en un solo sentido: los demás dan y ella solo recibe.
La gente arrogante no reconoce errores. Nunca falla. Siempre se justifica al señalarle algún error. Culpa a otros, no asume sus responsabilidades. No acepta la corrección. Siempre adopta actitud defensiva.
Así las cosas, como ese tipo de gente “no hace nada malo”, le resulta difícil pedir perdón. El problema siempre es de los otros, luego, aunque se haya equivocado, incluso, reclama que le pidan disculpas.
“Pues quien se elogia a sí mismo no es ése el que está aprobado, sino aquél a quien elogia el Señor”. (2 Co 10:18) Por ello te ruego Señor, que los halagos…¡No me convierta en un imbécil ! Amén.
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