Quienes
vivimos una “adolescencia dilatada”, añoramos tiempos en los que los pactos se
cerraban con un “po jopy” (apretón de manos) y lo prometido se cumplía. El valor de la palabra era
igual que el de un acuerdo ante un escribano.
Hoy, valores de lealtad, coherencia, confianza son cosas de ingenuos “vyros”. Estos valores están con presunción de defunción. Ya lo dice el refrán “las palabras se las lleva el viento”.
Ver gente que piensa, es tan raro como ver volar elefantes, decía irritado aquel profesor.
Sospecha,
recelo y el "letradito-pokaré", ganan la pelea a la confianza y a la buena
fe.
Hoy, para no pocos, recurrir a la “justicia”, no solo es poco edificante, sino, harto frustrante.
No pocos “monos con pantalones”, por decir lo menos, consideran trivial “vyroreí”, llegar siempre tarde a reuniones o citas marcadas. Lo mismo sucede con profesionales que nunca respetan la hora convenida con sus pacientes o clientes.
Llegar o atender tarde a las citas, también es un hábito que muestra nulo valor que se otorga a la palabra empeñada. Es signo de prepotencia y falta de respeto hacia el otro. De suyo, no pocos “profesionales” impuntuales, llevan nota cero absoluto.
Caradura como son, “justificarán” acusando al tránsito, al quirófano, al clima, etc., sin sonrojarse ni michí mí…¿costumbre?. Respetar la palabra dada es respetarse a uno mismo, es descubrir nuestro grado de integridad, es mostrar que el prójimo nos importa. ¡Se da por hecho que hay excepciones!.
¿Por qué no empezamos a recuperar valores perdidos? Podríamos empezar por casa, con nosotros mismos. Luego, premiando a los hijos que cumplen su palabra y hacen lo que dicen, porque papá y mamá damos ejemplos.
Quien incumple con su palabra, miente, el mentiroso manipula el asunto para tener razón. Su conciencia averiada le “hace ver” que otro es el que falla. ¡Qué lindo es oír que alguien hace todo lo posible por cumplir lo que se comprometió hacer!.
Cuando nos justificamos, somos injustos al mentir: el primer fruto es la rotura. Ampliar la mentira es injusticia. Mentir esclaviza, porque quien miente una vez, se ve obligado a mentir dos veces para intentar encubrir la primera, y así sucesivamente.
La mentira
consiste en decir que lo que no es, es, y que lo que es, no es;
elevar el no principio a principio para no empezar por el principio. Por eso
quien, miente, rompe la realidad y se rompe a sí mismo, se autofractura. (Carlos Díaz, el hombre animal no fijado p. 151).
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