¡ENEMIGA DE LA VERDAD!
Según santo Tomás de Aquino, todo error tiene por causa la soberbia porque ésta, es como un "apetito desordenado de la propia excelencia". Al soberbio le repugna reconocer su error, aceptar una corrección y mucho menos, obedecer. El soberbio (engreído) no acepta lecciones de nadie. ¿Por qué? Porque se cree autosuficiente y se “emperra” con terquedad en sus errores, matando así muchas posibilidades de rectificar.
"Los
soberbios, deleitándose en la propia excelencia, acaban por sentir fastidio de
la excelencia de la verdad y por lo tanto, de Dios”. Hay un problema ético en
la raíz de nuestras dificultades filosóficas -dice Étienne Gilson (1884-1978) filósofo
e historiador francés-,
los
hombres somos muy aficionados a buscar la verdad, pero muy reacios a aceptarla.
(cfr. La libertad en el pensamiento – Antonio Orozco D. p. 130)
También la
experiencia nos enseña que a fuerza de querer, nos convencemos de cosas que no
son verdad. Hace falta una vigilancia continua para mantener o volver a lograr,
ante todo, la rectitud de la voluntad. No sea que -como Agustín en su juventud-
hagamos "un dios" de nuestro propio error: mi error era mi Dios (p.
133)
"El poder afecta de una manera
cierta y definida a todos los que lo ejercen”, escribió Ernest
Hemingway, escandalizado porque tanta gente perdiera contacto con la realidad
tras alcanzar un cargo de autoridad. Muy pronto sienten imperiosa necesidad de
halagos y sufren del despreciable “síndrome de diocesillo”,
prometiendo-mintiendo soluciones a los “plebeyos”, el pueblo.
Los faraones del
poder (políticos, funcionarios públicos en los tres poderes del Estado,
representantes del pueblo, legisladores, autoridades en general) ostentan y se
jactan de poseer mucho y muy pronto, mientras los ciudadanos de a pie o de
segunda de la patria enferma y dolorida por la pobreza extrema se debate en la
miseria.
Se miente y se
manosea groseramente a la ciudadanía, comprando conciencias, vendiendo
sentencias, aplastando el honor y dignidad de las personas. Y la corrupción
sigue firme y saludable, la inmoralidad galopa a plena luz del día sin ningún
asomo de pudor por parte de quienes deben ser ejemplo de probidad, seriedad y
preocupación sincera por el bien común.
Así las cosas, parece que el poder produce una enfermedad. Pero si realmente el poder es una patología, ¿qué agente infeccioso la causa? El hubris. Fueron los griegos quienes acuñaron este término, con el que designaban la falta más grande que podían cometer los héroes: creerse superior al resto de los mortales. Es el ego desmedido, la sensación de poseer dones especiales que le hacen a uno capaz de enfrentarse a los mismos dioses.
El político y psiquiatra David Owen, que
fue ministro de Sanidad y de Exteriores británico, afirma que sí, que muchos de
los que hoy nos gobiernan son peligrosos enfermos mentales. La enfermedad
explicaría muchos de lo que al pueblo le resulta inexplicable, incluyendo las
mentiras, los fracasos y las medidas contra el ciudadano, la Justicia y la
razón que se están adoptando frente a la crisis.
A algunos políticos, el poder los convierte en arrogantes y soberbios (…) situándolos en una peligrosa alienación que les hace perder la noción de la realidad. Pero a otros los convierte en verdaderos y peligrosos enfermos mentales, incapacitados, según Owen, para tomar decisiones y gobernar.
Cuando
acceden al poder se creen dioses o sus enviados en la Tierra, propician el
culto a la personalidad y muchas veces se tornan crueles. Algunos creen que esa
enfermedad se da únicamente en las tiranías, pero lo cierto es que también se
desarrolla en las democracias, afectando a personas que han sido elegidas en
las urnas (…)
Su
alienación es de tal envergadura que cometen un error tras otro, porque la
capacidad de análisis no les funciona y sus decisiones y medidas son producto
del desequilibrio, la soberbia y la confusión extrema.
Estos soberbios, ignorantes y despreciables deberían
comprender que, sin el apoyo de los ciudadanos, que son los
"soberanos" en democracia, un gobernante rechazado equivale a un
tirano.
Hay dos clases
de personas: una la de los justos que se creen pecadores, y otra, la de los
pecadores que se creen justos. Estos carecen de la excelente brújula de
aquellos: la capacidad de sentir vergüenza y dolor por el mal causado a otros.
(cfr. El Hombre animal no fijado p.188-C. Díaz)
Como no existe el mal absoluto, nos quedamos con
las excepciones, es decir, con las personas que no son afectadas por este
comentario...
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