¿POR QUÉ y PARA QUÉ?
Las bienaventuranzas de Jesús, nos presentan el programa del Reino de Dios. La de la pobreza, es muy decisiva para un cristiano auténtico. Por eso reflexionamos sobre la actitud evangélica de la pobreza. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
La pobreza de alma no es una cuestión de dinero, sino del corazón. El hecho de que no se posea dinero, no es de por sí una virtud. Es posible no poseer ni un centavo, pero se puede tener la actitud del rico; como también se puede poseer muchos bienes y tener la actitud del pobre.
La pobreza evangélica es una actitud espiritual, y somos invitados a ella prescindiendo de nuestros bolsillos. ¿Cuál es, entonces, la actitud de pobreza espiritual? El pobre está dispuesto a dejarse cuestionar por Dios. Acepta dejarse arrojar de sus posiciones, de sus estructuras, de sus principios, de su “yo”. Felices los convencidos de que nadie es dueño de sí mismo y que Dios puede pedirlo todo.
Sólo el pobre sale de sí mismo, se pone en camino. Es el que no se resigna a estar tranquilo, el que acepta ser molestado por la palabra de Dios. Por eso, Abraham fue el primer pobre, el primer fiel a la voz de Dios, cuando Dios le dijo: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. (Gen 12,1)
Abraham escuchó la Palabra de Dios, creyó en ella, abandonó su país, el lugar cómodo donde vivía, dejó sus bienes, sus hábitos, su pasado, y se puso en camino. Y partió, sin saber a dónde iba (Hebr 11,8) señal infalible de que estaba en el buen camino, como indica San Gregorio de Nicea, uno de los Padres de la Iglesia.
El pobre se da cuenta que depende totalmente de Dios. Conoce su humana limitación. Y la pobreza material es bienaventurada porque es el signo visible de una pobreza mucho más profunda y universal: nuestra pobreza moral, nuestra fe miserable, nuestro amor raquítico. Todos somos pobres ante Dios, con nuestra culpa, nuestra miseria y defectos - pero no todos lo reconocemos ante Él.
Sólo aquel que conoce y reconoce su debilidad y pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en Él, espera todo de Él, busca su protección poderosa. En esa actitud de pobreza espiritual se vacía de sí mismo. Y porque está abierto y disponible para Dios, hay lugar para la acción divina.
Es lo que nos promete el profeta
Sofonías (Sofonías 2,3; 3, 12-13): Yo dejaré en medio de
ti un pueblo pobre y humilde, y ese resto de Israel pondrá su confianza en el
nombre del Señor.
Y cuando nos imaginamos que ya no tenemos necesidad de Dios, cuando estamos satisfechos de nosotros mismos, de nuestros conocimientos, de nuestras prácticas religiosas, de que no deseamos nada más, cuando no esperamos ya nada de Dios - entonces somos ricos.
Creo que no hay pecado mayor que el de
no esperar nada de Dios. Porque si no esperamos nada de Dios, es que ya no
creemos en Él, es que no lo amamos. El rico cree que puede prescindir de Dios.
Pone toda su confianza en sus bienes. Corta todas sus relaciones con la Divina
Providencia. Cree que sus riquezas le permiten dejar a Dios.
Espera seguir adelante él solo, por sus
propios medios, sin tener que recurrir a Dios. Se aparta de Dios, pero se aparta también de los hermanos. Al contrario, el
pobre es fraternal: se abre a los demás como se abre a Dios, comparte con ellos
sus cosas. Él sabe bien que nuestros bienes son bienes de familia, el servicio de
todos los miembros.
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