¿LIMPIA O TRANQUILA?
La conciencia es un hecho real: todo
hombre juzga su actuar, si lo que hace está bien o mal.
La inteligencia orienta al hombre cómo
actuar en la vida: hacer el bien y evitar el mal, es decir, no hacer a los demás lo que no
queremos que nos hagan a nosotros. (Mateo 7,12) También se dice
que la conciencia es la
voz de Dios.
Un ejemplo: se me presenta la
oportunidad de robar un teléfono celular; se‚ que hay un precepto divino que lo
prohíbe; la conciencia juzga y habla interiormente: no robes…eso es contrario a un
principio divino.
Los psicólogos dicen que la conciencia es el conocimiento íntimo que el hombre
tiene de sí mismo y de sus actos. En moral, en cambio, la conciencia es la
misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre lo bueno o malo de un
acto:
a) Juicio: porque por la conciencia
juzgamos la moralidad de nuestros actos; b) Práctico: porque aplica
en la práctica es decir, en cada caso particular y concreto lo que la ley dice;
c) Sobre
la moralidad de un acto: es distinto de la conciencia psicológica; lo
que le es propio es juzgar si una acción es buena, mala o indiferente.
Leemos en el Cap. 22 de Introducción a la
Ética, J.R. Ayllón: Gandhi, acusado de insurrección, se defiende en el
más grave de sus procesos con estas palabras: “He desobedecido a la ley, no por querer faltar a la autoridad británica, sino
por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia”.
El término “conciencia” tiene
dos significados: psicológica y moral. La conciencia
psicológica es el conocimiento de uno mismo, es
decir, la autoconciencia. La conciencia moral es la capacidad de juzgar la
conducta humana desde lo ético o moral.
Hay acciones que afectan poco a
la persona y otras acciones que afectan profundamente. Lavarse la mano afecta
a la exterioridad de la mano; en cambio, mentir afecta a
la interioridad de la persona. Un periodista preguntaba a la modelo Valeria
Mazza: ¿Hay trabajos que rechazaste alguna vez?
Sí. “Nunca hice un desnudo o con ropa transparente. Eso hubiera afectado
seriamente mi personalidad”. La conciencia es una curiosa exigencia de
nosotros a nosotros mismos. No es una imposición que venga de la fuerza de la
ley, ni del peso de la opinión pública, de nadie.
La conciencia juzga con criterios
absolutos. Mediante ese criterio
absoluto intuye el hombre su responsabilidad absoluta y su dignidad absoluta.
Por eso entendemos a Tomás Moro cuando escribe a su hija Margaret, antes de ser
decapitado: “Esta es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su
cabeza y aún así no ser dañado”.
También se entiende, al leer la
novela “Matar a un ruiseñor”, que el abogado Átticus Finch, en un país
racista, se enfrente a la opinión pública de toda su ciudad por defender a un
muchacho negro: “Antes que vivir con los demás, tengo que vivir conmigo mismo. La única
cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la propia conciencia”.
“Ciertamente, para tener una «conciencia
recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y juzgar según esta misma
verdad. Como dice san Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el
Espíritu Santo» (Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia
falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4,
2).
El mismo Apóstol amonesta a los
cristianos diciendo: «No se acomoden al mundo presente, antes bien
transfórmense mediante la renovación de la mente, para que puedan distinguir
cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm
12, 2), (Juan Pablo II-V.S.).
A propósito… ¿Qué de los políticos imputados
y acusados de corrupción cuando histéricamente infanliloides graznan: “Estoy con la conciencia tranquila”?
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