No pocas personas esquivan hablar del pecado. Otros sencillamente lo ignoran o tratan de ignorarlo. En ambos casos es autoengaño, pues el pecado existe y sólo es posible eliminarlo, no cometiéndolo.
Pecado, del latín peccare, originariamente dar un paso en falso, cometer una falta. San Agustín lo define como “una palabra, un acto o un deseo contra la ley eterna”, es decir, contra Dios. Capital, porque es cabeza y fuente de otros males, esto es, tiene paternidad sobre otros descarríos.
Se suelen distinguir siete pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. En el pasado y presente, no pocos referentes de nuestra fauna política nos han brindado excelentes cátedras en materia de Soberbia. No pocos, lo han asimilado adoptando sus mismos gestos y palabras; es decir, aprendieron muy bien la mala lección.
Tampoco quedan muy rezagadas algunas “figuras” quienes al acceder a algún cargo público, adoptan aires de perdonavidas. La soberbia, no obstante, está a disposición de cualquier mortal, sean estos colorados, liberales, exitosos, adúlteros, fornicarios, estudiantes, profesores, amas de casa, choferes, periodistas, cartoneros, nuevos ricos, abogados, olimpistas, policías y demás etcéteras.
La soberbia no es sólo el más importante de todos los males, sino el inicio de todo pecado. San Gregorio la llama la madre de todos los vicios y añade: “cuando la soberbia ha vencido un corazón que se ha rendido, inmediatamente lo entrega - para devastarlo – a estos vicios principales, que son como jefes de los que nacen multitudes de otros vicios”
Ya sabemos que la soberbia es el deseo de ponerse por encima, de verse o considerarse superior a lo que uno es, o por encima de los otros. Como ya se dijo, es cabeza de todos los vicios, pues el soberbio desprecia a todo y a todos, habida cuenta que a todo y a todos los considera inferiores a él.
El soberbio pasea su ridícula estampa cual “gerente general del universo”, reclamando honores y consideración, generalmente inmerecidos. Su hablar es despectivo, arrogante y grotesco. Más temprano que tarde cosecha aduladores y repugnancia hacia él mismo.
El antídoto para este mal es la práctica de la humildad: no alimentar “saber” más que otros, disponerse a ayudar al otro, no luchar para ser mejor que el otro, antes bien, luchar por superarse a sí mismo cada día, es decir, hacerse servidor del otro, como nos lo enseña el Maestro Jesús.
Que esta Cuaresma sirva para golpearnos el pecho en señal de arrepentimiento, y clamar al cielo piedad para liberarnos de esta plaga que apesta y deteriora las relaciones interpersonales con la familia, con uno mismo y con Dios.
Resuenan muy fuerte pero agradables, las palabras pronunciadas por el recordado Pa-í Guillermo en estas fechas: “Quien no tiene Cuaresma, no tendrá Pascua”
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